“Entonces, llamándolo su señor, le dijo: ‘Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?” (Mateo 18:32, 33).
Tan solo tenía doce años, pero sentía una enorme curiosidad por saber cómo era aquella iglesia protestante que, desde hacía unos meses, frecuentaba mi hermano Adolfo. Yo ardía en deseos de ir con él, pero me consideraba aún pequeño.
Sin embargo, esperaba la ocasión propicia y, un día, llegó. Mi hermano iba a participar en una representación de teatro en la iglesia, le habían asignado el papel de rey, así que le pregunté si podía acompañarlo. Adolfo accedió y así se produjo mi primer contacto con la Iglesia Adventista de Zaragoza. Me recibieron unos jovencitos de mi edad y me trataron tan bien que decidí no perder aquellas amistades, que aún conservo más de sesenta años después.
Aquella representación teatral era la parábola de los dos deudores; yo jamás había escuchado esa historia, y quedé muy impresionado. El rey tenía un deudor que le debía una inmensa fortuna y, como no la podía saldar, se la perdonó. Pero al deudor del rey, un consiervo le debía una suma infinitamente inferior y, como tampoco la podía saldar, lo metió en la cárcel. El rey lo supo, se enfadó muchísimo y no condonó la deuda a su deudor. ¿Acaso el perdón divino depende de nuestro perdón?
En esta parábola, el rey perdona la deuda inconmensurable sin condiciones, pero el primer deudor no ha comprendido la realidad ni el alcance de ese perdón. No se trata de interrogarte, ¿he perdonado lo suficiente como para que Dios me pueda perdonar a mí? Más bien, la pregunta ha de ser, ¿entiendo que el perdón que pido a Dios es el mismo perdón que mi prójimo espera de mí?
¿Sé lo que estoy pidiendo?
El perdón es más que conseguir la paz de la conciencia. El perdón divino nos compromete, no puede estar inactivo un solo instante, no puede permanecer en mí sin pasar a mi hermano. En realidad, no podemos pedir: “Perdónanos nuestras faltas”, sin añadir inmediatamente, “y concédeme la gracia de perdonar como tú nos perdonas”.
Yo no entiendo ni creo en el perdón que imploro si este no ha arrancado de mi corazón el resentimiento y el odio. Esta petición del Padrenuestro es, sin duda, la más importante con respecto a nosotros mismos; pero es, al mismo tiempo, la mayor exigencia que nos obliga a ser coherentes y perdonar a nuestros deudores.
Hoy es tiempo de perdonar y vivir sin rencores. No lo dejes para mañana.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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