“Ten piedad de mí, Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones” (Salmo 51:1).
Todavía no está dicho todo. Como personas moralmente responsables, como hijos de un Padre amante, santo y justo, nos queda aún acercarnos a él como penitentes, pedirle el perdón por nuestras ofensas. En realidad, todos ofendemos a Dios: le ofendemos cuando dudamos de su Palabra,
pecando de incredulidad; cuando abusamos de su gracia, protestando porque no siempre nos la concede; cuando somos desagradecidos, olvidando sus muchas misericordias; cuando somos egoístas, ocupándonos únicamente de nosotros mismos; cuando el orgullo nos convierte en seres autónomos e independientes;
cuando somos inmisericordes con los demás, juzgándoles y condenándoles con pasión despiadada; cuando amamos más la paz que la justicia; cuando permanecemos indiferentes ante el sufrimiento ajeno; cuando ante la iniquidad y la perfidia nos refugiamos en el silencio cómplice; cuando con demasiada frecuencia somos una continua ofensa al Padre que está en los cielos.
Si un día llegásemos a creer que ya no ofendemos al Señor, si perdiésemos la necesidad vital de pedir perdón a Dios, esto querría decir que nos hemos deslizado fuera de la fe cristiana. Porque un cristiano no es el hombre que jamás ofende a Dios, sino el que vive en el arrepentimiento y la contrición dolorosa de estar, impotente, ofendiendo a Dios.
Pedir perdón al Padre es vida para un cristiano porque sabe que goza del perdón y de la gracia divina, porque sabe que Jesús murió por sus ofensas para que él tenga vida, porque sabe que la cruz borró y enterró con Jesucristo todos sus pecados: “Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” (Efe. 2:5).
¿No te parece un milagro de su maravillosa gracia que sea Dios mismo quien pone en nuestros labios la petición del perdón? Dios nos atrae a sí, nos sube sobre sus rodillas para decirnos amorosamente: “Pídeme perdón”. Dios suplica a nuestra condescendencia de ofensores: “Pídeme perdón”, y recibirás ese perdón celestial que da paz y equilibrio a la conciencia. Ese perdón es la revelación misma de Dios. Nadie puede conocer al Padre celestial sin ser perdonado.
Nadie puede ser otra cosa delante de él que un pecador perdonado. Y tal como pidió David, ese perdón divino creará en nosotros un nuevo corazón: “¡Crea en mí, Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!” (Sal. 51:10).
Te invito a suplicar el perdón de Dios. Confiésale tus pecados. Reconoce tus fallos. Él te está esperando.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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