“Jesús entonces, al verla llorando y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió […]. Jesús lloró” (Juan 11:33, 35).
¿Bienaventurados los que lloran? ¿Cómo pueden ser felices los que han sido heridos por la enfermedad, el infortunio o el duelo? El texto parecería una contradicción, porque el mismo Jesús no pudo evitar las lágrimas en varias ocasiones. Lloró cuando vio el desconsuelo de Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro. También lloró por Jerusalén cuyo rechazo del Mesías le iba a acarrear, años después, la destrucción, en tiempos del emperador Tito (ver Luc. 19:41-44).
El llanto de los hijos de Dios tendrá consuelo aquí y ahora. Dice Elena de White: “Si la recibimos con fe, la prueba que parece tan amarga y difícil de soportar resultará una bendición. El golpe cruel que marchita los gozos terrenales nos hará dirigir los ojos al cielo. ¡Cuántos son los que nunca habrían conocido a Jesús si la tristeza no los hubiera movido a buscar consuelo en él!” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 10).
Cristo resucitó a Lázaro y lo devolvió a sus afligidas hermanas; los llantos de Getsemaní y el sufrimiento de la cruz se tornaron en la gloria de la resurrección y la victoria sobre la muerte. El profeta Isaías dijo del Cristo que había de venir: “Me ha enviado a consolar a todos los tristes, a dar a los afligidos de Sión una corona en vez de ceniza, perfume de alegría en vez de llanto, cantos de alabanza en vez de desesperación” (61:2, 3, DHH). Y un sábado, en la sinagoga de Nazaret, Jesús dijo a sus conciudadanos: “Hoy mismo se ha cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír” (Luc. 4:21, DHH).
Esta bienaventuranza tiene aún otra aplicación: señalar a aquellos que lloran por sus pecados la tristeza de la contrición, del arrepentimiento, los que claman por el perdón divino, este es el único llanto que es según Dios: “La tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de lo cual no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Cor. 7: 10). A estos, el consuelo les viene con el perdón divino que es mucho más que un acto jurídico que nos libera de la condenación: “No es solo el perdón por el pecado. Es también la redención del pecado. Es la efusión del amor redentor que transforma el corazón” (ibíd., p. 97).
¿Eres consciente del profundo dolor que tus pecados causan al Padre celestial?
¿Reconoces tu responsabilidad en los grandes errores que has cometido?
Entonces, vas por buen camino. No estás lejos del reino de los cielos.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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