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Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz,
diciendo: Eli, Eli, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has desamparado?… Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró. Mateo 27:46; Lucas
23:46.
En la cruz, en medio de la sangre derramada que
manchaba todo su cuerpo; en medio de los tremendos dolores de su espalda
recientemente lacerada por los bestiales latigazos que le propinaron los
soldados romanos; en medio del dolor insoportable que le provocaron los gruesos
clavos que horadaron sus muñecas y sus talones; en medio de los calambres y la
asfixia que le provocaba su posición en ella; en medio de la deshidratación
producida por el calor abrasador del sol y la tremenda pérdida de sangre, quien
estaba padeciendo era Dios mismo, hecho hombre.
Y el Padre estaba padeciendo con
él, como un padre terrenal padecería si a uno de sus hijos le tocara sufrir lo
que padeció Jesús. Ese mismo Dios al que no entendemos cuando permite el
sufrimiento de nuestros hermanos los hombres, al que cuestionamos, criticamos y
juzgamos como el incompetente Gobernante del universo y de nuestra vida, es el
que estaba compartiendo nuestro dolor, haciéndose uno con nuestro sufrimiento,
dejándose tocar por nuestra tragedia de la manera más brutal.
Y Jesús también,
como lo sentimos nosotros cuando sufrimos en demasía, sintió que estaba
abandonado por Dios, que no había nadie superior que lo asistiera y sostuviera
en esa hora trágica que estaba padeciendo; que estaba solo con el sufrimiento y
la muerte. Y se lo dijo al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” Lo más importante es que este mismo Dios-hombre que padeció a tal
punto que se sintió desamparado por el Padre, finalmente nos da el ejemplo
supremo de fe, a pesar del dolor, de la incomprensión, de la angustia, porque
termina, a pesar de todo, remitiendo su vida a Dios:
“En tus manos encomiendo mi
espíritu”, sabiendo que aunque él no entendiera el aparente desamparo de Dios,
su vida estaba en buenas manos, y que podía encomendársela sabiendo que Dios
tiene, en definitiva, la última palabra sobre el dolor, y es una palabra llena
de triunfo, consuelo y esperanza.
DEVOCIÓN MATUTINA JÓVENES
2015
EL TESORO ESCONDIDO
Un encuentro con Dios en tu juventud
Por:
Pablo M. Claverie
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