“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3:12).
Antonio era un buen amigo y hermano de la Iglesia central de Madrid. Como técnico de electrodomésticos, visitaba los hogares y le tocaba tratar con mucha gente, no siempre amable. No hablaba mucho, pero sí era un gran observador y un ferviente misionero.
Un día me dio una gran lección. Era un viernes por la tarde, Antonio había llegado pronto a la reunión de oración y nos encontramos en el vestíbulo de la iglesia; nos saludamos y me espetó: “Sabes, a las personas se las conoce mucho mejor por sus reacciones que por sus acciones; las reacciones son espontáneas y revelan lo que verdaderamente son, mientras que las acciones pueden ser intencionales, premeditadas y engañosas”. Me quedé pensativo, le sonreí y me dije: “¡Qué verdad acaba de enseñarme Antonio!”
La bienaventuranza de hoy habla de los mansos (praeis) que los antiguos identificaban con personas de conducta exterior apacible. Jesús elevó este término a una nobleza que jamás había poseído anteriormente. Él dijo de sí mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde corazón” (Mat. 11:29); también de Moisés se dice que fue “un hombre muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Núm. 12:3), y esto a pesar de su irritación en el episodio de la peña de Horeb.
Tanto esta bienaventuranza como las demás presuponen un aprendizaje, un cambio de corazón; pertenecen al hombre nuevo, convertido, santo y amado por el Señor. La mansedumbre que viene de Dios tiene que ver con la negación del yo y con la renuncia a todo sentimiento de egoísmo u orgullo.
La mansedumbre es el resultado del dominio de las reacciones espontáneas que brotan del mal carácter, como decía mi amigo Antonio, del freno de las tempestades de la ira humana resultantes de las explosiones del genio y del mal humor. La mansedumbre es aun el control de la provocación, los insultos, los desaires, el escarnio o la mortificación.
De Cristo se dice que “cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Ped. 2:23). La mansedumbre es lo contrario del espíritu de odio o de venganza y como enseña Elena de White: “La humildad del corazón, esa mansedumbre resultante de vivir en Cristo, es el verdadero secreto de la bendición” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 20).
Pide hoy a Dios que te ayude a controlar tus reacciones y revelar su profundo amor.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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