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“Saúl vistió a David con sus ropas, puso sobre su cabeza un casco de bronce y lo cubrió con una coraza. Ciñó David la espada sobre sus vestidos y probó a andar, porque nunca había hecho la prueba. Y dijo David a Saúl: ‘No puedo andar con esto, pues nunca lo practiqué ’. Entonces David se quitó aquellas cosas” (1 Samuel 17:38, 39).
El episodio de la victoria de David contra Goliat está cuajado de lecciones espirituales y morales evidentes. Quisiera resaltar aquí sus palabras y actitudes con el rey Saúl. El texto bíblico establece contrastes muy significativos entre David y Saúl que creo merece la pena comentar.
No fue frecuente en las guerras de Israel que, cuando las batallas se prolongaban o el cerco a las ciudades no las rendían, la contienda se dirimiera mediante un combate de dos paladines, representantes de cada uno de los ejércitos. ¿Quién debía ser el paladín israelita que saliese a pelear contra Goliat? ¿A qué valiente del ejército de Israel le correspondía limpiar el oprobio lanzado por el filisteo?
Durante cuarenta días nadie respondió. En realidad, el contrincante debía ser el rey Saúl, él también era muy alto, además, tenía una armadura, era un militar experimentado y había obtenido victorias importantes con Israel. Pero en aquel momento el monarca no estaba dispuesto a enfrentarse a Goliat porque tenía el espíritu quebrantado y la conciencia turbada.
Entonces apareció en el frente de batalla David, precisamente cuando el gigante estaba desafiando a Israel. David se sintió ofendido por aquel desafío, manifestó su desdén por el filisteo y no se acobardó ante su estatura ni su armadura ni sus palabras, al contrario, tranquilizó el ánimo de todos y dijo al rey:
“Tu siervo irá y peleará contra este filisteo” (1 Sam. 17:32). ¡Qué tremendo contraste! Un humilde pastorcillo animando al rey de Israel, aceptando el reto que solo correspondía a Saúl.
Aunque el rey dudó de que aquel jovencito pudiese vencer al gigante, aceptó su ofrecimiento para salvar su propia vida y reputación, lo vistió con su armadura, le dio sus armas y lo envió al combate. Saúl confiaba en su armadura pero David depositaba su esperanza en su Dios y se sentía más seguro peleando con las armas que sabía manejar, con las que también él era un experto.
Por eso, se quitó la armadura de Saúl. En realidad, Dios ha dado a cada ser humano sus propias armas para derrotar gigantes. Nadie necesita colocarse la armadura de otro. Pide a Dios que te ayude a usar las armas con las que él te ha dotado para ser un triunfador.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015 Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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