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“En aquellos días no había rey en Israel y cada cual hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6).
La brillante y providencial historia de la conquista de Canaán dejó, no obstante, algunas sombras que constituyeron los condicionantes dolorosos de la historia subsiguiente.
En sus palabras de despedida, Josué reconoció que Dios había expulsado a naciones grandes y poderosas, pero que quedaba todavía un resto que debían combatir y dominar sin hacer ningún tipo de alianza con ellos (Jos. 23:6-12). Si no lo hacían, les dijo: “Sabed que Jehová, vuestro Dios, no seguirá expulsando ante vosotros a estas naciones, sino que os serán como lazo, trampa y azote para vuestros costados y espinas para vuestros ojos, hasta que desaparezcáis de esta buena tierra que Jehová, vuestro Dios, os ha dado” (Jos. 23:13).
Lamentablemente, después de la muerte de Josué las tribus ya no actuaron como un solo pueblo. Muy pronto, los cananeos descubrieron la debilidad de sus invasores y los dominaron. Así comenzó la triste historia de la época de los jueces, una historia de fragmentación de las fuerzas israelitas, de abandono de la lucha de conquista que quedaba pendiente, de anarquía y, lo que es todavía peor, de idolatría, mezcla con aquellas gentes y pérdida de su fidelidad a la alianza que tenían pactada con Dios.
Las palabras de Josué se cumplieron literalmente y aquellos pueblos los subyugaron y atormentaron. Israel suplicaba arrepentido, entonces, el auxilio divino y, de entre aquellos que permanecían todavía fieles a Dios, el Señor suscitó en varias ocasiones un juez o caudillo para liberarlos.
Esta historia de unos trescientos años de duración está salpicada de actos de heroísmo y de providenciales intervenciones del cielo, a la vez que acontecimientos escabrosos en el seno del pueblo hebreo. Está claro, una vez más, que las victorias, triunfos de la fe e intervenciones prodigiosas de Dios no son permanentes.
El pueblo de Dios debe mantener su fidelidad y estar en constante estado de vigilancia; de lo contrario, las glorias de ayer pueden convertirse en desastres de hoy. El pecado y la apostasía desagradan al Padre celestial, quien a veces permite que suframos las consecuencias de nuestros propios errores, no como venganza, sino para que volvamos nuestro rostro a él en súplica de perdón y ayuda. De esto, el libro de los Jueces es un testimonio indiscutible y convencido.
Hacer lo que uno quiere no necesariamente es el camino más seguro (Prov. 14:12). Es mejor obedecer a Dios y su Palabra. No lo olvides.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015 Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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