“Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
En estos versículos, el apóstol Pablo subraya el contraste cualitativo que supuso la encarnación: siendo rico, se hizo pobre, para que su pobreza hiciese ricos a los hombres, y todo ello como fruto de su maravillosa gracia.
¿Cuál fue su pobreza voluntariamente aceptada? La que se describe en la escena del nacimiento: Jesús vino al mundo en un establo, un lugar donde nacía el ganado. Fue cubierto con humildes pañales y tuvo por cuna un pesebre.
El relato no menciona la presencia de una comadrona, ni de otras gentes que ayudaran en el momento del parto. El Hijo de Dios, en su encarnación, nació como nacen los más pobres.
Pero ¿cuál fue la riqueza voluntariamente renunciada? Es difícil de calificar la gloria de su trono en los cielos, mucho más de cuantificarla, pero aquella gloria también estuvo presente en las escenas de la Navidad. La pobreza del nacimiento que describen los evangelios contrasta enormemente con la gloria del ángel Gabriel en la anunciación, con el resplandor del cielo que rodeó a los pastores en las colinas de Belén,
con la magnificencia del coro de ángeles que cantó “gloria a Dios en las alturas”, con la milagrosa estrella que guió a los magos a lo largo de tan dilatado camino y con la intervención incontrovertible del Espíritu Santo, no solo en la gestación del Hijo de María, sino también en todas las providencias divinas que protegieron y libraron su vida de la muerte.
Como la divinidad velada y la humanidad plena estaban unidas en la persona de Jesús, así se manifestaron la riqueza que dejó y la pobreza que encontró. La divinidad y la humanidad se unieron por la eternidad en una hipóstasis que enriqueció al género humano. Juan dice de la encarnación: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14), y Pablo dice de Cristo después de la resurrección: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col. 2:9).
Aceptar la divinidad de Jesús tiene profundo significado para nuestra experiencia espiritual. Cuando lo hacemos, su sacrificio adquiere una dimensión especial. Y, cada vez que contemplamos su ministerio, escuchamos sus palabras y aceptamos sus promesas, podemos estar seguros de que hay un Dios en los cielos.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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