“Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta con fuerza tu voz, anunciadora de Jerusalén. ¡Levántala sin temor! Di a las ciudades de Judá: ‘¡Ved aquí al Dios vuestro!’ He aquí que Jehová el Señor vendrá con poder, y su brazo dominará; he aquí que su recompensa viene con él y su paga delante de su rostro” (Isaías 40:9, 10).
Como resultado de la unidad fundamental de la Palabra de Dios, el profeta Isaías y el Apocalipsis tienen una perspectiva semejante, imágenes comunes, planos históricos o escatológicos, vocabulario coloreado e hiperbólico en el Apocalipsis, más natural y directo en Isaías pero ambos apremian al pueblo de Dios a proclamar un mensaje de advenimiento en alta voz en medio del griterío y la confusión de tantas voces contradictorias.
Voces repetitivas de charlatanes que pregonan frases publicitarias. Voces de políticos que prometen una paz y prosperidad inalcanzables. Voces de sabios y filósofos que pretenden haber descubierto la piedra filosofal para mejorar un humanismo trasnochado. Grandes voces de periodistas sedientos de sensacionalismo.
Voces de confrontación y de violencia, gritos de guerra. Voces de angustia y de impotencia, clamores de hambre y de sed de justicia y equidad.
Voces de desesperación, de desencanto, de escepticismo y de amargura.
Pues bien, en medio de todas esas voces, el pueblo de Dios debe proclamar el evangelio eterno, el juicio de Dios, la segunda venida de Cristo. ¿Qué significa levantar con fuerza nuestra voz?
Significa que hemos de proclamar el mensaje con absoluta confianza y convicción, sin orgullo espiritual, pero sin falsa vergüenza: “No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor […] porque yo sé a quién he creído” (2 Tim. 1:8, 12).
Significa que hemos de dar a la proclamación del mensaje un carácter prioritario. Significa que hemos de pregonar las reformas que Dios nos ha enseñado para este tiempo, seguros de que son respuesta a las crisis y tendencias que imperan hoy.
Significa que debemos recibir el poder del Espíritu Santo como en Pentecostés. Significa que hemos de vivir lo que proclamamos, porque nuestra vida habla mucho más fuerte que nuestras palabras: “Nuestra influencia sobre los demás no depende tanto de lo que decimos, como de lo que somos.
Los hombres pueden combatir y desafiar nuestra lógica, pueden resistir nuestras súplicas; pero una vida de amor desinteresado es un argumento que no pueden contradecir. Una
vida consecuente, caracterizada por la mansedumbre de Cristo, es un poder en el mundo” (El Deseado de todas las gentes, p. 115).
Decide tú también ser una buena influencia para tus semejantes.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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