“Además el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mateo 13:44).
Cuando yo era muchacho, me gustaba jugar con mis amigos por los pasadizos subterráneos de las ruinas del Castillo Palomar buscando tesoros.
Aquel viejo recinto del que solo quedaban algunos vestigios había sido durante la Edad Media un importante palacio de alguno de los jeques árabes que durante varios siglos dominaron la región.
La fantasía y el afán de aventura juvenil nos hacía pensar que en aquellas cuevas, salas subterráneas y estrechos pasadizos que un día comunicaron el bosque con el interior del palacio podía haber quedado escondido algún tesoro con monedas, joyas y objetos de la época. Nunca hallamos nada.
Un día, convoqué a mis amigos en una de las cuevas del Castillo Palomar.
Tenía que comunicarles algo muy importante: yo, de doce años de edad, ¡había descubierto un tesoro! Ya habían pasado unos meses desde el feliz descubrimiento, pero había guardado silencio hasta estar plenamente seguro del valor de lo que había encontrado. La expectación de mis amigos fue enorme. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué contenía? ¿Quién lo sabía además de nosotros?
Pronto todo quedó revelado. Les expliqué que, llevado por mi hermano mayor, había comenzado a frecuentar la Iglesia Adventista de nuestra ciudad, ubicada en una vivienda donde se habían derribado paredes para construir la sala de reuniones y en cuya puerta de entrada siempre había un policía vigilando, allí se daban conferencias sobre las profecías bíblicas.
Allí, había encontrado a un grupo de muchachos de mi edad, simpáticos, amables, inteligentes que me contaban cosas acerca del evangelio que yo nunca había oído. Allí, en una Biblia que me había regalado mi hermano, había descubierto lo que Jesús había hecho para salvar al mundo de las consecuencias del pecado.
Sí, allí, en mi Biblia, había encontrado el tesoro escondido del que habló Jesús en la parábola. Invité a Benito y Gary a compartir conmigo aquel tesoro y ellos aceptaron. Entonces, renunciamos a nuestros juegos en las ruinas del Castillo Palomar y nos aficionamos desde entonces a buscar, investigar, conocer el tesoro imperecedero del reino de Dios.
Y hoy, más de sesenta años después, los tres amigos seguimos descubriendo nuevas riquezas escondidas en la Palabra de Dios: el inconmensurable valor de la misericordia divina, su providencia y sus promesas.
Hay grandes tesoros para ti en la Palabra de Dios. Dispón tu corazón hoy para encontrarlos.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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