“Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: ‘Mujer, he ahí tu hijo’. Después dijo al discípulo: ‘He ahí tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19:26, 27).
Mateo dice que, cuando fue crucificado, muchas mujeres que le habían seguido desde Galilea para servirle se quedaron mirando de lejos a Jesús (27:55), pero Juan indica que al pie de la cruz estuvieron “su madre y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena” (19:25).
Estas mujeres fueron testigos de los horrores de la crucifixión; escucharon la furia satánica de sacerdotes y escribas que le escarnecían; presenciaron la brutal ejecución de la soldadesca romana; les sobrecogieron con espanto los fenómenos naturales que acompañaron la muerte del Salvador: las tinieblas que envolvieron al Gólgota y el terremoto que fracturó las peñas. Aquellas mujeres vieron con angustia los sufrimientos agónicos de Jesús y sintieron en sus cuerpos la punzada de un dolor profundo indecible.
Pero María, la angustiada madre del Salvador, sufrió de manera particular este instante. En un determinado momento, ante el brutal espectáculo, Juan debió retirarla del lugar de los padecimientos de su hijo: “Vio sus manos extendidas sobre la cruz; se trajeron el martillo y los clavos, y mientras estos se hundían a través de la tierna carne, los afligidos discípulos apartaron de la cruel escena el cuerpo desfallecido de la madre de Jesús” (El Deseado de todas las gentes, p. 693).
En el momento de morir, cuando sentía que le faltaba la respiración, en los estertores de la muerte, Jesús recorrió con la mirada a los que estaban cerca de la cruz y, al ver a su madre, dijo: “Mujer, he ahí tu hijo”; y luego dirigiéndose a Juan, le dijo: “He ahí tu madre”. Elena de White comenta de nuevo: “¡Oh Salvador compasivo y amante! ¡En medio de todo su dolor físico y su angustia mental, tuvo un cuidado reflexivo para su madre!
No tenía dinero con que proveer a su comodidad, pero estaba él entronizado en el corazón de Juan y le dio a su madre como legado precioso. […] El perfecto ejemplo de amor filial de Cristo resplandece con brillo siempre vivo a través de la neblina de los siglos” (ibíd., p. 700).
Porque hay un Dios en los cielos… cuida, ama y protege a las personas que tienes a tu cargo.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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