“Volveos a la fortaleza, prisioneros de la esperanza; hoy también os anuncio que os dará doble recompensa” (Zacarías 9:12).
El tema de la esperanza es realmente inagotable, porque inagotable e insoslayable es también el dolor que padecemos en este mundo, las cadenas que nos atan a imponderables que nos hacen sufrir y de los que no podemos librarnos por nosotros mismos.
Los antiguos griegos, antes de que apareciesen los escritos del saber filosófico, inventaron el saber mitológico para explicar las realidades que vivimos y sufrimos en este mundo. En el mito de Prometeo, este titán del Olimpo robó el fuego a los dioses y se lo entregó a los hombres. Como castigo, Zeus le condenó a estar encadenado a una roca y allí un águila venía cada día y le devoraba el hígado; pero, como Prometeo era inmortal, tenía la facultad de regenerarlo durante la noche, de forma que el sufrimiento infligido por el águila se repetía sin fin.
Un día, Hércules, hijo de Zeus, se compadeció de él, mató al águila y liberó a Prometeo de sus cadenas. Así intuyeron los antiguos la posibilidad de una solución para el género humano: Hércules, el libertador, era su esperanza. Más tarde, Aristóteles diría: “La esperanza es el soñar del hombre despierto”.
Esta idea, aunque pagana en su forma, es parecida en su fondo a la de la Sagrada Escritura. En efecto, el tema de la esperanza ha sido y sigue siendo el gran mensaje de la revelación bíblica, una solución a los sufrimientos del hombre, y no solamente en un futuro lejano de promesa escatológica, sino también en el devenir de cada día de nuestra vida actual. Podríamos decir que al hombre que cree en Jesucristo se le abre una perspectiva de vida, un refugio y protección contra el temor y el sufrimiento.
Sobre un promontorio, a las afueras de Nassau, en las Bahamas, están las ruinas de una gran fortaleza que defendía el acceso a la ciudad de los ataques piratas. Ningún barco podía aproximarse bajo el fuego de sus cañones. Y cuando había amenaza de invasión, los habitantes de Nassau abandonaban la ciudad y se refugiaban en la fortaleza. En la ciudad eran libres; dentro de la fortaleza eran prisioneros, pero prisioneros de esperanza. Abandonar la fortaleza durante un asedio ponía en peligro sus vidas.
Así es la esperanza de nuestro versículo de hoy. En la fortaleza somos prisioneros de esperanza en las manos de un Dios omnipotente, cautivos en el calor y protección de su seno, alborozados en la esperanza de la eternidad.
DEVOCIÓN MATUTINA PARA ADULTOS 2015
Pero hay un DIOS en los cielos…
Por: Carlos Puyol Buil
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