Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera.
Juan 6:37.
Jesús mismo, cuando habitó entre los hombres, oraba frecuentemente. La oración precedía y santificaba cada acto de su ministerio…
Encontraba consuelo y gozo en estar en comunión con su Padre. Y si el Salvador de los hombres, el Hijo de Dios, sintió la necesidad de orar, ¡cuánto más nosotros, débiles mortales, manchados por el pecado, no debemos sentir la necesidad de orar con fervor y constancia!...
No cultive el pensamiento de que debido a que usted ha cometido fallas, debido a que su vida ha sido oscurecida por los errores, el Padre celestial no lo ama y no lo escucha cuando usted ora... Su amoroso corazón se conmueve por nuestras tristezas y aun por nuestra presentación de ellas... Ninguna cosa es demasiado grande para que él no la pueda soportar; él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo.
Ninguna cosa que de alguna manera afecte nuestra paz es tan pequeña que él no la note. No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no pueda leer, ni perplejidad tan grande que él no pueda desenredar. Nadie ha caído tan bajo, nadie es tan vil, que no pueda encontrar liberación en Cristo....
Si mantenemos al Señor constantemente delante de nosotros, permitiendo que nuestros corazones expresen el agradecimiento y la alabanza a él debidos, tendremos una frescura perdurable en nuestra vida religiosa. Nuestras oraciones tomarán la forma de una conversación con Dios, como si habláramos con un amigo. Él nos dirá personalmente sus misterios. A menudo nos vendrá un dulce y gozoso sentimiento de la presencia de Jesús...
Es algo maravilloso que podamos orar eficazmente; que seres mortales indignos y sujetos a yerro posean la facultad de presentar sus peticiones a Dios. ¿Qué facultad más elevada podría desear el hombre que la de estar unido con el Dios infinito? El hombre débil y pecaminoso tiene el privilegio de hablar a su Hacedor. Podemos pronunciar palabras que alcancen el trono del Monarca del Universo...
El arco iris rodea el trono como una seguridad de que Dios es verdadero, que en él no hay mudanza ni sombra de variación... Cuando venimos a él confesando nuestra indignidad y pecado, él se ha comprometido a atender nuestro clamor. El honor de su trono está empeñado en el cumplimiento de la palabra que nos ha dado.— Signs of the Times, 18 de junio de 1902.
[Matutina para adultos “Desde el Corazón”]
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