¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente?
Mateo 7:9-10
La mayoría de las mujeres, cuando abrimos las puertas de nuestro hogar para recibir visitas, nos esmeramos para que reciban la mejor impresión. Posiblemente a la hora de servir los alimentos saquemos del armario la mejor vajilla, y cubramos la mesa con ese mantel que solamente usamos en ocasiones especiales.
Estoy casi segura de que también deseamos vernos bien y usamos una ropa especial para la ocasión. El arreglo y la limpieza del hogar también forman parte de ese «ritual» de bienvenida para nuestros visitantes. Por supuesto, esa sería la ocasión de preparar la «receta secreta», nuestra especialidad.
Todavía no conozco a ninguna dama que sea capaz de recibir visitas especiales ofreciéndoles sobras del día anterior, y mostrándoles un hogar desarreglado. Tampoco conozco a ninguna mujer que agasaje a sus visitas ofreciendo los alimentos en platos rotos y un mantel cubierto de manchas. Sin embargo, a veces, cuando recibimos al visitante más importante, no lo hacemos en correspondencia a su grandeza. No me refiero al jefe de nuestro esposo, sino a la visita que Jesucristo desea hacernos cotidianamente.
Cuántas veces le damos apenas las sobras de nuestro día y, sin energía, somos incapaces de experimentar el gozo de su presencia; nos sentimos cansadas por los quehaceres ajenos a la preparación que él se merece. Sin vigor, exhaustas por el ir y venir de una vida carente de propósitos, la visita de nuestro amigo Jesús pasa desapercibida y no recibimos las bendiciones que desea darnos.
El salmista exclamó: «Me has dado a conocer la senda de la vida; me llenarás de alegría en tu presencia, y de dicha eterna a tu derecha» (Sal. 16:11). Estas expresiones de alegría seguramente fueron generadas en un corazón agradecido por la presencia de Cristo en su vida. El Señor desea que nosotras experimentemos este gozo, anhela que lo invitemos a entrar a un corazón reposado y dispuesto a ser tocado por la dulce influencia del Espíritu Santo. Espera también que, sentadas a sus pies, sin prisa y en quietud, disfrutemos de su cariño, pues nos conoce individualmente y sabe qué necesitamos para hacer frente a los desafíos diarios.
Amiga, prepara tu hogar y tu corazón para esta visita extraordinaria. No permitas que cuando el Salvador llame a tu puerta para entrar, tú estés absorta en tus preocupaciones y apenas tengas para ofrecerle las sobras del día.
[Matutina para la mujer “Aliento para cada día”]
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