noviembre 18, 2011

El privilegio de la adopción (Gálatas 4:5-7) Elena G. de White

"Habiéndonos predestinado  para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado" {Efesios 1:5, 6.

Antes de que se pusieran los fundamentos de la tierra se estable­ció el pacto de que todos los que fueran obedientes, todos los que por medio de la abundante gracia provista llegaran a ser santos en carácter y sin mancha delante de Dios, por apropiarse de esa gracia, fueran hijos de Dios... Al creer plenamente que somos suyos por adopción, podremos tener un goce anticipado del cielo... Estamos cerca de él y podemos mantener una dulce comunión con él. Logramos vislumbres definidas de su ternura y compasión, y nuestros corazones se que­brantan y se ablandan al contemplar el amor que nos ha sido dado. Sentimos ciertamente que Cristo mora en el alma. Habitamos en él, y nos sentimos en casa con Jesús... Sentimos y comprendemos el amor de Dios, y reposamos en su amor. No hay lengua que pueda descri­birlo; está más allá del conocimiento. Somos uno con Cristo, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Tenemos la seguridad de que cuando él, que es nuestra vida, aparezca, nosotros también aparece­remos con él en gloria. Con fuerte confianza podemos llamar a Dios nuestro Padre.

Todos los que han nacido en la familia celestial son en un sentido especial los hermanos de nuestro Señor. El amor de Cristo liga a los miembros de su familia, y dondequiera que se hace manifiesto este amor se revela la filiación divina {La maravillosa gracia de Dios, p. 54.

A la vez que se mantiene la inmutabilidad de la ley y su justicia en vindicada, el pecador puede ser perdonado. El Don más querido del cielo ha sido derramado para que Dios "sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús" (Romanos 3:26). Por ese Don, los seres huma­nos son levantados de la ruina y la degradación del pecado, y llegan a ser hijos de Dios. Dice Pablo: "Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!" (Romanos 8:15).

"Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios" (1 Juan 3:1). ¡Qué amor, qué amor incomparable, que nosotros, pecadores y extranjeros, podamos ser llevados de nuevo a Dios y adoptados en su familia! Podemos dirigirnos a él con el nombre cariñoso de "Padre nuestro," que es una señal de nuestro afecto por él, y una prenda de su tierna consideración y relación con nosotros. Y el Hijo de Dios, contemplando a los herederos de la gracia, "no se avergüenza de llamarlos hermanos" (Hebreos 2:11). Tienen con Dios una relación aún más sagrada que la de los ángeles que nunca cayeron.

Todo el amor paterno que se haya transmitido de generación a generación por medio de los corazones humanos, todos los manantiales de ternura que se hayan abierto en las almas de los hombres, son tan solo como una gota del ilimitado océano, cuando se comparan con el amor infinito e inagotable de Dios. La lengua no lo puede expresar, la pluma no lo puede describir. Podéis meditar en él cada día de vuestra vida; podéis escudriñar las Escrituras diligentemente a fin de compren­derlo; podéis dedicar toda facultad y capacidad que Dios os ha dado al esfuerzo de comprender el amor y la compasión del Padre celestial; y aun queda su infinidad. Podéis estudiar este amor durante siglos, sin comprender nunca plenamente la longitud y la anchura, la profundidad y la altura del amor de Dios al dar a su Hijo para que muriese por el mundo. La eternidad misma no lo revelará nunca plenamente {Signs of the Times, abril 12, 1910; parcialmente en: Joyas de los testimonios, tomo 2, pp. 336, 337.

Share: