Los adversarios de Pablo sin duda fueron sacudidos por las palabras en Gálatas 3:10. No pensaban estar bajo una maldición, sino que esperaban una bendición por su obediencia. Pero Pablo es inequívoco: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”.
Pablo contrasta dos alternativas: la salvación por fe y la salvación por obras. Las bendiciones y las maldiciones del pacto (Deut. 27, 28) son directas. Los que obedecían eran bendecidos, los que desobedecían eran maldecidos. Así, si una persona dependía de la obediencia a la Ley para ser aceptada por Dios, necesitaba observar toda la Ley. Es todo o nada.
Esto era una mala noticia no solo para los gentiles, sino también para los adversarios legalistas de Pablo, porque “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23). A pesar de nuestros esfuerzos, la Ley solo nos condena como transgresores.
¿De qué modo Cristo nos libra de la maldición de la Ley? Ver Gál. 3:13; 2 Cor. 5:21.
Pablo introduce otra metáfora para lo que Dios hizo por nosotros en Cristo. La palabra redimió significa “comprar de nuevo”, como cuando se pagaba el rescate para liberar rehenes o el precio de un esclavo. Como la paga del pecado es muerte, la maldición por no observar la Ley era una sentencia de muerte. El rescate pagado para nuestra salvación le costó a Dios la vida de su propio Hijo (Juan 3:16; 1 Cor. 6:20; 7:23). Él voluntariamente tomó nuestras maldiciones sobre sí mismo y sufrió por nosotros la penalidad completa del pecado __{2 Cor. 5:21.
Pablo cita Deuteronomio 21:23 como prueba bíblica. De acuerdo con la costumbre judía, una persona estaba bajo la maldición de Dios si, al morir, el cuerpo era colgado de un árbol o de un madero. La muerte de Jesús sobre la cruz era considerada como un ejemplo de esta maldición __{Hech. 5:30; 1 Ped. 2:24.
Por eso la cruz era una piedra de tropiezo para algunos judíos, que no podían entender que el Mesías hubiera sido maldecido por Dios. Pero este era exactamente el plan de Dios. Sí, el Mesías cargó una maldición, pero no era la suya propia: ¡era la nuestra!
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