“¡Ay, Señor! ¡Yo soy muy joven y no sé hablar!” (Jeremías 1:6).
Quizá te hayas preguntado quién era el joven del cual hablamos en la reflexión de ayer, ¿verdad? Ahora te daré la respuesta. El 11 de julio de 1878, Kilgore publicó este informe en la revista oficial de la iglesia: “El hermano A. W. Jenson había trabajado como jefe de la carpa. Ahora su lugar lo ocupa el hermano A. G. Daniells, de lowa, que ha venido a trabajar con nosotros”.
¡Como jefe de carpa y con inmensos problemas para hablar en público! Así comenzó su labor uno de los más grandes y carismáticos líderes que ha tenido la Iglesia Adventista en toda su historia; el responsable de haber guiado a la iglesia en medio de los más imponentes desafíos teológicos y administrativos, el presidente mundial que mayor influencia ha ejercido en el desarrollo del adventismo: Arthur G. Daniells.
Daniells era un trabajador incansable. Como muchos de los personajes más influyentes de su época, Lincoln, Miller o Twain, no obtuvo una educación formal; pero esto no impidió que llegara a ser un ávido lector, al punto que “devoró todos los libros que pudo conseguir”. Con denodado empeño y mediante una ardua rutina de ejercicios vocales, logró superar, en gran medida, su problema de dicción.
Te daré un ejemplo. El 13 de noviembre de 1886, él llegó a Nueva Zelanda. En su primer esfuerzo misionero más de ochenta personas aceptaron el evangelio. Al cabo de tres años, organizó una Asociación con 250 miembros. En octubre de 1888, Daniells se trasladó a Napier. Allí impartió una campaña de evangelización que se extendió durante tres meses. Predicó noche tras noche. Al final del esfuerzo misionero, el Espíritu Santo añadió 28 miembros a la iglesia. Para fines de 1889, en ese grupo se congregaban 75 observadores del sábado. El que había sido tartamudo, ahora, por la acción que el Espíritu había realizado en él y a través de él, se había convertido en un gran evangelista.
La experiencia de Daniells me hace recordar lo que el Señor le dijo a Jeremías cuando lo llamó al ministerio profético: “No digas que eres muy joven. […] No tengas miedo de nadie, pues yo estaré contigo para protegerte. Yo, el Señor, doy mi palabra” (Jeremías 1:7, 8).
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Por: J. Vladimir Polanco
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